Estuve trabajando en Los infraleves los últimos 7 años. Tuve muchas dudas sobre su publicación: es mi libro más personal, más desnudo y más íntimo, sin olvidar la reflexión sobre nuestro paso por la vida. Es un ajuste de cuentas con mi familia y conmigo mismo y que deja al descubierto muchas zonas oscuras de mi pasado.
Infraleve fue un término acuñado por Marcel Duchamp que aparece por primera vez en 1914. Lo infraleve es un fenómeno que vive, muy efímeramente, en esa sutilísima frontera que separa algo tan intangible como la aparición y la desaparición; dos términos también muy duchampianos y abundantes en su obra. Si prestamos atención a lo profundo que desliza el autor en sus ejemplos, son fenómenos que se están dirigiendo irremediablemente hacia la desaparición. Toda nuestra existencia vive en esa insistente tensión hacia la irrelevancia que convierte nuestro paso por el tiempo –que no es otra cosa distinta de la vida– en un continuo catálogo de desapariciones infraleves; es decir, en una inmensa sucesión de evanescencias. Lo infraleve camina con determinación, al menos en mi caso, hacia la desaparición bajo esa indetenible tensión hacia la irrelevancia. Por eso este libro se cimienta en ellos y de ellos extraigo una experiencia estética.
FRAGMENTOS INFRALEVES
[…]
Lo que se nos presenta como nuestro
es una alegoría del olvido.
El calor de un asiento que acaba de dejarse,
su radiación, su irse, su desvanecimiento suavemente.
Es eso imperceptible que difiere en lo producido en serie.
Lo que queda en el molde de la pieza copiada,
la ausencia que ha emigrado de uno a otra.
Es lo que se ha escondido debajo de su aspecto.
Lo mismo y lo distante.
Lo correcto y lo enfermo. Lo arrugado y lo recto.
Lo que ansía lo plano de cuando fue rugoso.
Lo que cada uno envidia cuando lo tiene el otro.
El dorso de lo simple y la complejidad de lo que es cierto.
El viajero que pierde en el último instante su tren es infraleve.
La mirada de aquel que espera su llegada en el destino
y ve el tren alejarse y el andén vacío.
El aire que despiden los huecos de las puertas giratorias.
El veloz intercambio entre lo que se ofrece a una mirada
y lo que permanece en la retina.
Lo que queda del mundo durante un parpadeo.
El roce de los párpados encima de la córnea.
El instante indecible en que algo se olvida.
Esa fugacidad de lo impensable
en la gravitación de lo pensado.
Aquello que sucede cuando ya no se espera
y se pierde al instante por azar o por miedo.
Toda separación es infraleve y grave.
Lo que se pierde es un infraleve.
También a veces es lo que se gana.
La teoría cuántica aplicada a la ausencia,
la superposición, eso que hace posible
que tú sigas aquí después de haberte ido,
la existencia sincrónica de dos formas opuestas.
El maullido del gato en la caja de Schrödinger
muerto y vivo a la vez, igual que todos.
El aire de Madrid metido en una caja
que se envía a Uruguay con una dirección que ya no existe
mientras alguien la espera en Buenos Aires.
Lo que queda en la lengua después de una palabra venenosa.
El veneno que absorben los oídos
en el reverberar de esa palabra.
El fluir de la savia por el tronco.
La amargura de un árbol que se tala.
El olor a resina de su alma.
Lo que se ve aumentado en una lupa.
Todo lo que es minúsculo y ahoga.
La mirada de un niño en un escaparate de juguetes.
El cristal, la ventana, el dentro/fuera.
La mano en el cristal. La mano en el cristal.
El pájaro y la jaula,
los pájaros huidos,
la jaula sin el pájaro.
La oscilación del palo que conserva el impulso de la huida.
El vaivén de la puerta de la jaula.
Lo que existe, sin verse, entre lo que se elige y se rechaza.
Toda caricia es un infraleve,
el distinto gradiente de sus temperaturas.
Lo que aún sobrevive en el espejo
justo cuando dejamos de mirar.
Verte desembarcar sobre la noche unánime
contra todo pronóstico mientras sueñas que late el corazón,
el corazón que sueña que funciona
mientras late en el sueño de otro corazón.
El corazón y su latido unánime
y postrero e inútil...
El hueco de tu rostro encima de la almohada
después de haberte ido.
El contorno de un perro que persiste en la hierba
tras haberse tumbado. La hierba incorporándose
tan sosegadamente de forma imperceptible.
La sombra que desea perdurar sobre el suelo
después de que la flor fuese cortada.
El hueco que se sigue imaginando lleno.
Una escalera con los peldaños rotos.
Los recuerdos del pie que la ha subido.
El humo de las llamas que la queman.
La decisión de hacerla prescindible.
El paisaje que está fosilizado
dentro de los ladrillos de una ventana tapiada.
El olor del café que se escapa en la orina.
Los sueños de grandeza de un seto recortado
y la satisfacción de las tijeras.
El amor esculpido en un cuerpo de mármol,
las lágrimas halladas en un bloque de hielo
extraído a la fuerza de un glaciar que se funde.
La implacable tendencia a la inexactitud de las balanzas,
las dudas permanentes que tienen sus agujas
antes de decidir dónde posarse, la indecisión,
el tiempo y el espacio en el que oscilan,
las posibilidades que engendra el titubeo.
Lo que ocurre detrás de lo instantáneo.
Lo que ocultó ese instante en su afán de ser visto.
Lo que anhela ocurrir mientras se evita.
Los sueños de los fetos que se abortan.
El llanto que tenían ensayado
cuando viesen la luz por vez primera.
La fuerza del arrastre de un «te quiero».
La relatividad que curva su materia
y hace un nudo en la luz que lo traspasa.
Todo lo que resulta incalculable
y, sin embargo, nos da nuestra medida.
Lo que queda en nosotros de lo que ya perdimos.
La lucidez que nubla a los suicidas…
La certidumbre de saberse muerto
en el instante previo a ya no saber nada.
Ese momento prístino en el que te das cuenta
de que no es necesario saber nada.
Si hubiera una razón para morir, ¿sería esa razón un infraleve?
FRAGMENTOS DE FRACCIONES
FRACCIÓN 1
Solo un pequeño gesto –como todos los gestos
que inapreciablemente vuelven a unir de pronto
aquellas conexiones neuronales que se han ido formando
con nudos apretados en la infancia– desplegó ante los ojos
un mapa del olvido. Los recuerdos se ofrecen como pistas,
como migas de pan para volver a algo que ni existe
en el momento real que lo produce, ni tampoco ha existido
en ese territorio al que están intentando conducirnos.
Ocurrió en otro tiempo, allá, en aquel espacio intransitable
en el que coexisten dos formas de apariencias imposibles.
Se ve una figura abriendo un pozo. Unas manos pequeñas
dejan caer un cubo sobre agua.
Durante los brevísimos instantes
que hay entre el descenso de ese cubo
y la ruptura de la quietud del pozo ve sus ojos.
Se ve a sí mismo al fondo de un reflejo
que le acompañará siempre: recuerdos como aves
que mueren lentamente abatidas por tiros de petróleo
sobre un paisaje yermo cubierto de tristeza estolonífera.
Recuerdos que únicamente dejan en las manos
la enfermedad del humo. Recuerdos de unas manos
que retienen apenas la estéril descendencia
que quedó tras extinguirse el ruido.
Ahora mira hacia atrás, ve su pasado indemne,
es una vida aún sin suceder, como un regalo
que no quisiera abrirse todavía.
Y entonces se da cuenta:
todo aquello que amamos tiene nombre
antes de tener futuro.
FRACCIÓN 6
El renacer no es más que una ironía, la utópica nostalgia
de un futuro imposible y siempre inalcanzable.
Se apagaron los ojos –igual que aquella estrella–
del niño que miraba aupado en el brocal.
Los ojos de aquel niño que hoy no existe…,
hijo de algún pasado lleno de muerte ya, lleno de agua,
bajo el sol carnicero de Madrid, en esta tarde árida y deforme
en donde su recuerdo es solo un latifundio calcinado
en el que hasta el pasado se evapora
dejando el suelo lleno de cadáveres.
El olvido trabaja en una fábrica
de alas para pájaros lisiados.
FRACCIÓN 8
Habitar sobre un mundo abandonado,
beber su atmósfera atemporal y fría,
con esa luz mortífera de los cuadros de Hammershøi,
con su dios detenido entre briznas de polvo
que orbitan en los rayos de una luz estancada.
Una luz que te muestra su apatía, su desgastado rumbo
de millones de años. Es una antigua luz arquitectónica
que se adhiere sin tono al estucado de una sucia pared
doblemente pintada: primero en su desnuda realidad,
después reproducida sobre un lienzo.
Las dos son tan austeras, tan humildes, geométricas,
tan demasiado solas, tan vacías...
Es curiosa la forma que la soledad usa
para sobrevivir y replicarse.
La vida deambula de una pintura a otra,
salta de una acuarela a un óleo oscuro.
Hay una migración de días infelices
esparcidos con cada pincelada.
Días que han heredado la locura de sus antiguos dueños,
días de confusión y sin misterio.
Solo un mínimo gesto los separa.
Solo un mínimo gesto, de forma inapreciable,
vuelve a unir los extremos de las cosas perdidas.
Algo brilla en el pozo como un náufrago
que rema en el fragor de su negrura.
¿Habrá dentro de la sombra el mismo patrón geométrico
que Leonardo Da Vinci vio en la luz?
Algo brilla en el fondo de la página,
los restos de un pasado polvoriento
que confunde la calma y la tragedia.
FRACCIÓN 9
En un rincón borroso hay un cuadro pintado
que tiene dentro un niño, un pozo y un mensaje.
Un viejo cubo cuelga sobre el arco mientras al fondo gritan
esos ojos que flotan sobre el agua. Siempre los mismos ojos,
pero en ese momento son conscientes
de estar sobreviviendo sin razones.
El tiempo se arrodilla debajo de las cúpulas de vidrio
de todos los relojes detenidos.
Allí reza a los dioses que ha creado.
Pronto se apagarán esos relámpagos.
La vida se oscurece como si de repente las ventanas
de todas las viviendas de la calle Strandgade
se abriesen hacia el fondo de un Interior de Hammershøi.
Al fondo de ese cuadro por dentro iluminado
con una luz que viene de sí mismo, al fondo de ese pozo
por dentro iluminado con una luz robada que él duplica,
hay un niño mirándonos. Lleva escrito en los ojos un mensaje:
mi infancia fue ficticia, después se hizo real. Hoy ya no existe.
Pero sigue encerrado en este cuadro repitiendo los días,
viendo cómo los días de aquellos que lo miran se repiten.
Calado de orfandad se escuchan sus lamentos,
mientras atada a él la noria de los días gira y gira
sacando el agua de dentro y vertiendo el agua fuera.
FRACCIÓN 11
PATIO DE LUCES
Tal vez hubiera sido mejor que lo dejara
comprobar la distancia que había hasta la sombra,
hasta el fondo de aquel patio de luces. Curioso nombre
para denominar ese pasillo vertical y estrecho
donde reina lo oscuro, y el sol, por su tamaño,
no puede acceder nunca por la boca del túnel que le abren.
Es una carretera de ventanas ridículas
que acaba en un rectángulo sucio y ensombrecido.
Y al final, allá, al fondo, el vértigo que llama y que susurra
para acoger los sesos por fin desparramados,
pero que pondrá orden al tumulto, calmará la tormenta,
pintará las baldosas de un color impactante
y dejará su marca en el cemento para que nadie olvide.
Los cuartos que se abren a esos patios
interiores, tan grises, solo dejan entrar a la tristeza.
El cielo no es más que otro rectángulo en la cúspide,
al revés que los pozos circulares, para poder mirarlo
hay que sacar el cuerpo –la mitad de aquel cuerpo
de apenas trece años– hacia fuera y entonces
más de medio trabajo ya está hecho.
Hay algo misterioso que se imanta
al profundo deseo de acabar.
Los pies están por fuera del alfeizar
y los ojos sopesan el impacto.
Solo la mano izquierda se sigue sujetando a la ventana
mientras el torbellino que agitaba el cerebro
comienza a disiparse.
Solo caer, dejarse, abrir la mano… El grito.
Aquel grito que sigue resonando en los oídos
y que lo cambió todo, y su mano, y su llanto y sus preguntas…
–¡Pero por qué por qué por qué qué estás haciendo?
Eran preguntas fatuas, no esperaban respuestas.
Él la miró a los ojos. Vio que no era la misma
que ocho años atrás cogía de la mano al niño de la foto,
sonriente, apoyada en el coche.
Estaba fuera de sí, los ojos le salían de las órbitas.
Luego rompió a llorar como nunca ese niño la había visto.
Tal vez hubiese sido mejor para los dos que lo dejara
caer por ese hueco,
que no hubiese entreabierto ese domingo
la puerta de aquel cuarto
que da a un patio de luces moribundas.
Las tardes de domingo
matan mucha más gente que las bombas.
Su metralla es el fútbol de la tele, es el pasillo inmenso
con puertas que conducen al triste cementerio de las camas,
es esta casa fría llena de un gris que abrasa,
es el coche que te ha dejado allí y ves partir borroso
mientras el vaho empaña los cristales y las lágrimas cruzan
y dividen el páramo en que se han convertido las ventanas.
Llevo un ojo en la espalda que me empuja.
FRACCIÓN 21
«Cables eléctricos vistos desde un tren en marcha
– Hacer una película».
M. DUCHAMP
Mientras sigo soñando, vivo una muerte abrupta.
Y mientras voy muriendo en la luz inflexible
que me sigue apuntando, siento dentro de mí
una combinación azucarada de soles intangibles, bulliciosos,
como un cóctel de nubes que se agitan dentro de un vaso alto
en donde el hielo brama igual que una tormenta de blasfemias.
Son muchos los que no aceptan que la alegría es insípida,
no solo porque es fugaz, sino por inconsistente.
No puede competir con la tristeza,
la aflicción siempre es más firme,
la gana en densidad y en permanencia.
La alegría se parece mucho a la electricidad,
por eso siempre va envuelta, para aislarte del calambre.
La felicidad te mira a los ojos un instante
mientras apura el paso y te adelanta.
La tristeza anida dentro e incuba su nidada con paciencia.
En la vieja ciudad de Buenos Aires
se va filtrando un halo de nostalgia.
Aquí el tiempo gira igual que el agua
dentro del sumidero del lavabo:
siempre en sentido contrario.
Tú y yo estamos tumbados en la hierba
–Parque Municipal Ribera Norte–
junto al río, bajo este sol austral, perfectamente inertes,
con un sabor amargo en los recuerdos.
Seguimos sin saberlo abonando intereses
de unos días que fueron adquiridos a crédito.
Nada nos interrumpe. El más mínimo gesto cambiaría
la estricta perfección del universo.
Sin movernos ni un músculo, con los ojos cerrados,
soñamos con la muerte en esta virtuosa y cruel parálisis
mientras la vida corre vertiginosamente
igual que cables eléctricos vistos desde un tren en marcha.
Planetas extraviados de sus órbitas
nos dicen al oído lo que somos.
Tú y yo en sentido contrario,
igual que el tiempo y el agua.