Premio "Blas de Otero" 2008 y Premio de la Crítica de Asturias 2008

Del acta del Jurado del Premio de la Crítica de Asturias.



"El autor muestra en este poemario una voz muy personal para un discurso poético donde destacan la arquitectura del texto, el sentido del ritmo y la acertada simbiosis entre lo narrativo y lo lírico. Asimismo valora el acierto con que se cultiva el poema en prosa en este libro de amor y dolor profundos, lleno de veracidad y emoción, que examina valientemente ciertos tabús actuales y que desasosiega por su crudeza. Compuesto de poemas en un delicado punto de tensión, la palabra de Los círculos concéntricos, justa e irremplazable, conmueve y estremece".                           

Lo han leído y han dicho...

Dos poemas de "Los círculos concéntricos". Para leer el libro completo vete a la pestaña "Sala de lectura". El libro está incluido en «Las caricias del fuego», que es su versión inicial completa y mucho más amplia.

 

SUPE a los doce años que aquel coche tan grande era un Seat

 

y con dos apellidos que son Mil Cuatrocientos. Verde, como el agua estancada. Y fuimos a estrenarlo.
 

 

Hasta esa edad recuerdo pocas  cosas pues la memoria era un escenario inexplorado, oculto, sólo útil para que en él actuasen mis secretos.

 

 

Eran mis doce años. 

 

Me enseñó cómo huelen los coches cuando nacen.

 

 

 —Hay que estar muy atenta porque este instante es único y no se olvida nunca. Este olor primigenio sólo escapa el día que su dueño abre sus puertas por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer dueño.

 

 

Y era cierto. Nunca más lo olvidé.  Porque un poco más tarde y también para  siempre habría  de recordar el  clic metálico que hace que se desmayen los respaldos. La frialdad del plástico de las tapicerías pegadas a mi espalda. El olor del tabaco en mi saliva. La presión caliente de unos brazos. El peso de otro cuerpo. La liviandad del mío. 

 

Aprendí el tacto del semen, como la goma arábiga, y su olor, a lejía.

 

 

En casa me esperaba otro regalo. La postura correcta para usar el bidé. Me enseñó a hacerlo. Me quedó la impronta de aquel agua caliente corriendo por el cauce de mis muslos al mismo tiempo que mis ojos se perdían en un paisaje azul de baldosines.

 

 

Allí, quieta, escuchando el revuelo del agua mientras era engullida, mientras el sumidero succionaba mis lágrimas, aprendí a recordar. Aprendí a recordar con las piernas abiertas mientras contaba doce azulejos en el alicatado. Doce anillas sujetaban la cortina de la ducha. Doce veces el cuco abrió su puerta abajo, en el reloj del comedor. Doce veces cantó mis doce años. Doce años cumplí sentada en un desagüe. 

 

 

Ese fue mi regalo, recordar. 

 

Recordar cómo huelen los cuerpos cuando se abren en ese instante único. Recordar ese olor primigenio que se escapa el día que su dueño abre la puerta por primera vez. 

 

 

Sólo una vez.

 

Y sólo al primer dueño.

 



 ODIAR o ser amada.

Gritar o ser vencida.

Callar y ser amada.

Amar y ser vencida.

 

Odié.

Grité.

Callé.

Amé.

 

Fui amada y fui vencida.

 

Todos los caminos fueron a dar al mismo. El único camino por el que pude o supe andar para seguir sobreviviendo a todas esas sombras que se levantaban después de cada huella de mis pasos.

 

Y cuanto más corría, más se alzaban. Más deprisa pisaba mis talones

un pasado que a veces confundía sus bordes con mis límites.

 

Esa fue la batalla que libré diariamente siempre contra mí misma.

Perseguía mi sombra dando vueltas en círculos.

Dando vueltas,

vueltas,

girando

sobre un torno de alfarero estrangulé mi cuello y dilaté mi vientre hasta dejarlo hinchado, hueco, vacío, igual que una vasija que se agrieta en el horno incapaz de aceptar las caricias del fuego.

 

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© Alejandro Céspedes Díaz-Gutiérrez

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