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PRIMER ACTO
Un matemático
cree que existen patrones recurrentes en todo lo que existe.
Dibuja en la pizarra
fórmulas que soportan a seres abatidos.
Las cosas reconocerán su posición precisa
y las piedras encajarán en el lóbulo frontal de un lapidado. Y el silencio,
esa línea quebrada que aparece y se oculta en los extremos, cede
en la constatación del desenlace.
—Lo que ves te define y todo cuanto escuchas te desdice.
Una visión artrópoda del miedo vive en la punta de la misma tiza
que usó ese matemático. Su fractura,
al ser presionada sobre el encerado, será su aportación al desenlace.
La superficie y el volumen se mantienen.
Lo que la base divide se multiplica en la cima.
Nada cambia cuando se altera todo.
Un ser articulado trepa hacia la luz sobre las fórmulas.
Mira hacia arriba
cae
la luz golpea
el cuerpo se disloca
en sus extremidades la furia del alambre se desata.
Las células dañadas se acogen al suicidio.
Las tizas que se han roto se sublevan sobre los encerados.
Los escombros abjuran de la nada.
Entre la orfandad y la melancolía de esas ruinas
el gozne de la puerta
que será cerrada en el último acto rompe el sueño
y se escuchan murmullos al fondo de las fosas.
Parménides se gira y en voz alta
—¡Déjenlo como está! Ahora por fin es fijo, eterno e inmutable! —Dice.
—No, no, solo ha ocurrido un cambio catastrófico —Les dice el Dr. Thom— Los títeres son sistemas en reposo. Tienden a la estabilidad incluso si son sometidos a las fuerzas de un cambio. Solo cuando no pueden absorberlas ocurre la catástrofe. Un cambio que establecerá un nuevo estado que tenderá otra vez a ser estable.
(H. Michaux hace con mucha sorna una reverencia exagerada)
—¡Ah, Vivre dans les plis!
(Juarroz surge de un surco de la tiza y les susurra)
—Cuántas veces lo roto nos anuncia lo entero.
Allá,
en la periferia de sus propios actos.
Donde el regreso sigue prohibido…
Mientras corta se observa a sí mismo en el espejo. Alza las manos
hasta la altura máxima y se mira dejándolas caer
con la fuerza que da la gravedad
de una conciencia que se sabe atada.
Sin ceder al discurso de los golpes.
Una vez. Todas las veces que hagan falta
hasta que lo anaerobio respire bajo el líquido
de la coincidencia. Hasta que el todo sobreviva en cada parte
entre las grietas de una desconcertante anomalía.
Las fracciones se agigantan en su propio reflejo
sobre un charco de sangre colectivo.
Las burbujas de aire siempre saben
en qué dirección está la superficie.
ÚLTIMO ACTO
(Luz del atardecer tras los perfiles de un campo petrolífero. Sus martillos gigantes golpean sobre las cataratas de un anciano. Un clavo tras de otro se van hundiendo en su mirada seca. La escalera de los otros actos aparece otra vez y el agua vuelve bajando los peldaños para buscar el ojo del desagüe. Si mirase hacia atrás ese ojo muerto vería el silencio de bosques derretidos llenar inagotables los barriles de crudo. La sombra de su infancia bajo un árbol también en los barriles. Cubos llenos de nieve ennegrecida para enjuagar los síntomas del golpe)
—Mira el martillo ¡Mira!
(Ahora los ojos han de estar en la parte que golpea)
Unos ojos pintados hace siglos con tierra y con aceite nos observan. Las escamas
de un pez que se desprenden mientras se asfixia y convulsiona sobre el polvo
son espejos en donde reconoce su agonía.
Lo que no quiere estar en él mientras se muere
multiplica su muerte en los fragmentos.
Seres hechos añicos
se esparcen por el suelo.
Lo que ya no está en ti mientras te mueres
no logrará la paz consigo mismo.
(Suben y bajan sin tregua los martillos. Extraen de las entrañas del pasado charcos negros. Un tiempo sin futuro en el que sus reflejos nos seccionan. La nieve mientras fluye y se derrite recogerá el color de lo que olvida)
La muerte abre su libro de las horas. Lee los personajes.
Con reglones torcidos se desplazan y ella como un cíclope los sigue
y los señala.
Es el ojo de nuevo, un ojo único frente a todos los ojos.
Un gran anfiteatro que explota de miradas contra un ojo.
El ojo parpadea
y el mundo en ese instante queda a oscuras.
—Has llegado demasiado lejos. Tu arrogancia al mirar hacia atrás solo recuerda que dentro de tus sueños alguien con un martillo clava y clava.
—Déjenme que les diga… —Se escucha desde lejos— que en el corazón de cada nudo habrá otro nudo que está intentando apretarse.
Déjenme que les diga que todo es inestable. Borbotea al hervir en lo que hay dentro y es inasible en lo que se evapora.
Todo silencio invita a dar respuestas pero somos
un instante de ruido en una incandescente cadena de silencios.
—Porque existe un silencio repetido y un silencio olvidado. (Escribe Edmond Jabés en la pizarra) —Y los dos agravian con el mismo exceso.
Las palabras no dichas se cogen de la mano a otras palabras.
Los silencios escritos las persiguen en sus sillas de ruedas
mientras su vida corre hacia el centro del ruido.
El tren sigue su marcha. Se balancea el columpio.
El mundo se revuelve
en el hermético armazón de la nostalgia.
Unas manos dan cuerda
a la llave que gira en sentido contrario.
La muñeca de plástico, impasible, baila encima
de una caja
de música
apagada.
¡Vocesvocesvoces! voces mojadas antes de que caiga el aguacero.
Las persuasivas formas que se ocultan en su necesidad de definirse
invocan esas voces sin nombre.
En la batalla de su desventura se acribillan
mientras tú mismo padre madre niño niña ser narrado
retraes los músculos al paso del cuchillo y en cada suplemento
de tu carne se cultiva la infección del estar siendo.
El ser se reconoce en su gangrena.
Un viento del nordeste esparce los despojos, consonantes, vocales malheridas en el destino de unas rectas paralelas.
Un vendedor de elixires llena todos sus frascos en los ríos resecos
de los hijos de Heráclito.
La niña, con los títeres,
hace fila para beber el fango y cuanto más ingiere más se acerca
a eso que queda cuando ya no hay nada.
—Déjenme que les diga…
—No. No volvamos a ese sueño. Se lo pido, señor.
—Aquí no hay ningún sueño. Todo es real. Real. ¿Aún no lo entiendes, niña?
(Llora la niña por lo que no comprende. Ve a su padre. Un hombre con sombrero y una maleta antigua deambula por una estrecha calle de Salzburgo.
Unas manos que vuelven de otro tiempo agitan un juguete. Esa bola de nieve que quedó abandonada en la mesa de noche, allá, en el tercer acto. En su interior hay una casita en la que se repiten incesantemente una y otra vez y otra vez todos los actos de esta función continua. Y una hoguera. A lado de la casa hay una hoguera donde se están quemando millares de trineos y dos pequeños caballos de madera. Al crepitar parece que se escuchan las risas de la infancia y la cuchilla guillotinar la nieve de los charcos)
El actor, aquí, se contradice.
Intenta repetir lo que ha aprendido pero una y otra vez
salen de su boca otras palabras.
Cada golpe de dados le lleva a la casilla número 42. Irremediablemente.
No puede soportarlo.
Se envuelve en la asombrosa maquinaria de un alma que se quema.
El crepitar de sus órganos le excede.
Se diluye en la estadística del ruido.
Llama a todo lo que existe con su propio nombre y todo le responde sin nombrarle.
Enterrado hasta los hombros en el humo, con sus propias palabras
le lapidan.
Eso que permanece entre lo que se conserva y se transforma
le da abrigo en la cúspide del fuego.
Un pensamiento póstumo respira
en la cordura de un cerebro en llamas.
Ahora es un páramo cubierto de ceniza
en donde la existencia se empacha de vacío.
Solo el silencio sobrevive a las lapidaciones.
Hasta las piedras que agotan en la inercia su arrogancia quedan mudas.
Hunden su nariz contra la tierra con la esperanza de que el polvo levantado las cubra en su caída y su memoria tenga
menos consistencia que la roca de donde a golpes fueron extraídas.
Sin embargo las huellas dactilares de quien las arrojó
quedan grabadas para la eternidad como marcas de látigo
que cruzan sus espaldas.
La ignominia se imprime en el silencio cómplice de un fósil
y la muerte, con su verdad abstracta, está esculpida
sobre el rostro impasible
de una realidad perfecta y duplicada.